¿A que no sabes qué es la mitología griega? ¿Eh?
seguro que no lo sabes, yo sí, porque lo he leído aquí, en éste libro. Dando
golpecitos en la página abierta, me recuerdo, pronunciando esa frase, como si
fuera ayer; yo, una rechoncha niña, de nariz aún más elevada que sus aires de
prepotencia, con una aguda voz, que viajaba estridentemente desde aquella cabecita
de rizos dorados, hasta los oídos de quien la escuchaba.
A través de las redondas y azules gafas, y por uno
de los cristales, pues el otro se encontraba oculto tras un horrendo parche,
vislumbraba a mi víctima, un niño algo famélico y de ojos azules, muy
brillantes, escuálido, pequeño y con cara de incrédulo.
-Querido hermanito; deberías leer más y no jugar a
ese jueguecito tuyo tan tonto, te pasas el día mirando éstas piezas que solo se
mueven hacia adelante o atrás, tan limitadas por un pequeño campo. Con desdén empujé
una pieza, (mordisqueada por un perro antaño) era un pequeño peón blanco.
Iré a explicarle a los mayores mi importante hallazgo,
tu sigue aquí perdiendo el tiempo con muñequitos.
Pasando con trote alegre y dando saltitos de
habitación en habitación, zarandeaba mis manos de un lado a otro, contenta, calzada
con mis zapatillas deportivas nuevas, que tenían increíbles plataformas amarillas
y tonos azules muy modernos, sentía que flotaba, aparte de ganar altura, y me
agradaba esa sensación de superioridad.
Llegué a la puerta, vestida con lacado blanco, muy
desconchado por el tiempo y la desmesurada cantidad de capas, creada en viejos
listones de madera, que enmarcaban cristales esmerilados.
Tomé aire y dotada de aires de orgullo, pasé
triunfalmente a la sala de reuniones de mis abuelos, en la que se encontraban
en pleno apogeo de conversación y café frío, mis tíos Krzystof y Ewa (él grande
cual oso, con poblado bigote, y ella menuda, con el cuello como encogido de
hombros y voz aguda) conversando animadamente; mientras mi abuelo, con aires de
sabiduría, presidía la gran mesa redonda de roble, tallada con motivos de caza,
que particularmente, cuando no se hallaba nadie en la sala, recorría con los
dedos buscando imperfecciones. abuela que me alzó y dijo:
-Silencio: que nuestra pequeñaja quiere contarnos
otro de sus descubrimientos, ¿qué será ésta vez pequeña?, ¿Un pájaro? ¿Una nube
quizás?, ahh, noo… conozco esa cara, es un libro.
Mis tíos, me miraron con cara de curiosidad,
mientras se consumía un cigarro en el cenicero.
-¿A que no sabéis que…? (La emoción de que todos me
atendieran era adictiva y me encantaba disfrutarla) ¿que…es la mitología
griega? Miré con cara de regocijo total y algo de nerviosismo, como si lanzase
un enigma de vital importancia.
Sorprendidos o haciéndose los sorprendidos, escucharon
mi relato sobre Danao y las Danaibes y mi explicación sobre porqué Morfeo,
adormece a los niños con leche,( era para que no espíen mientras teje los
sueños).
Una vez concluso mi relato, mi abuela, refunfuñó y
dijo, ¡oh jolines! muy bonita la historia, pero, los ángeles de la guarda se
enfadarán, si dices, que hay más dioses que el nuestro.
Abuela, yo sé que Dios solo hay uno, tranquila, la
mitología son solo cuentos griegos que se contaban en la antigüedad –reproché.
Aunque mi
libro fue cruelmente confiscado, para mi felicidad mis manos no quedaron vacías,
en lugar del tocho sisado a mi prima Ágata (la cual debía estar muy feliz por
perder de vista el temible libro). Fui recompensada con otro libro.
El sustituto
era grande y sorprendente aunque no tan largo como su predecesor; tenía una portada
siniestra y su título en letras curvas rezaba: El pájaro espantoso y otros cuentos de los Hermanos Grimm.
Ya había dado cuenta del libro de historia de mi
prima; me costó un mes largo ya que debía ocultarlo mucho (debido a su
procedencia), así que, cuando me lo quitaron, no chisté ni un segundo y me
alegré al ver ésta nueva, aunque en realidad desgastada adquisición.
Me fui corriendo ilusionada a mi rincón favorito,
sonriendo como boba, esquivé a mi hermano que seguía pensando en los
cuadraditos blancos y negros, escribiendo en un cuaderno.
Un extenso
diván rojo pegado a una gran ventana vestida con cortinas naranjas muy
chillonas me saludaban.
En el cuarto se filtraban partículas de polvo, que
bailaban inmersas en los rallos de sol, mi mayor pasatiempo era, intentar
cogerlas o simplemente moverlas de un lado a otro, aunque me costase misas
todas las tardes, porque mi abuela pensaba que veía fantasmas y jugaba con
ellos.
Ahí estaba yo, ante el gran libro de duras portadas,
pesado y amarillento. Un caballero siniestro me daba la bienvenida, montado sobre
un caballo blanco, sobrevolaba un edificio gótico de afilados torreones. Abrí
pesadamente, en la contraportada una jarra probablemente griega, por su
apariencia (nuevamente adquirido para mí conocimiento). Tres gatos negros me
miraban serios, seccionados por la mitad metidos en jarras con velos, en la
siguiente página, una mujer pálida se despedía de un anillo robado, que sale
más adelante, en el índice; todo estaba envuelto en una fragancia oscura,
fantasiosa, mística y lúgubre.
Un cosquilleo habitó mi estómago; -este libro debe
de ser para mayores y no se han dado cuenta – reí para mis entrañas y, con
avaricia extrema comencé a leer y releer los capítulos; uno a uno, comenzando
por el centro, pues el cuento más
interesante, siempre está en el centro, y ahí estaba, página 59: El pájaro del enebro, se convirtió en mi
historia favorita, memoricé cada diálogo y cada figura, personaje, objeto casi
al instante.
Quedé absorta en la obra; sencilla, pero
característicamente dura, me llegaba al alma y cuando tarareaba la canción del
avecilla, me desperté, en una casita de madera, en la que, presuntamente vivía,
junto a mi hermanito Wiktor.
Mi padre,
tras la partida de mi madre a un país lejano, decidió casarse con otra señora,
Lena que años atrás fue mi niñera de la infancia.
Sorprendida, me di cuenta de que esas cosas las
sabía y las había vivido, no sé cuándo pero estaban en mi mente, solo lo
recordaba en éste instante, como si, nada antes hubiera existido. Todo era
asombrosamente familiar y nuevo a su vez.
Nunca olvidaré, el momento en el que vi, la sonrisa
en la cara de mi padre; su camisa a cuadros, la cara rechoncha y la fuerza al
reír, tan alegre, como si su muerte hace un año fuera una pesadilla.
Un terrible acontecimiento, turbaba mi mente,
haciendo brotar de inmediato lágrimas en mi cara.
Aquel día, antes de que él volviera del trabajo, me
sucedió algo horrible, que me comía por dentro: al volver del colegio, en otoño
como estábamos, llegue a nuestra preciosa, acogedora y pequeña casita, en la
puerta divisé a mi hermano, apoyado en las contra-maderas de la puerta, pálido
como una tiza, sostenía una manzana fresca y apetecible, que, hacía gran
contraste con su blancura; le rogué por otra, pero no respondía, así pues,
recurrí a mi madre adoptiva, la cual me aconsejo pedírsela otra vez, y si no
obtengo respuesta, propinarle un coscorrón.
Pasó pues, lo que os imagináis, reiteré en mi
petición de aquella hermosa y brillante manzana, y como no me la dio, incitada por
el ferviente consejo, se la quité de las manos y le empujé tan fuerte, que se
le cayó la cabeza, que rodó, mientras su tronco decapitado, cayó muerto como a
paso lento.
Mi angustia fue terrible, salí en busca de la que me
incitó la idea, mi madre, que lucía una algo siniestra y retorcida mueca, a
modo de sonrisa y, con un gran espanto
casi fingido, se dirigió a mí, reprochándome lo ocurrido.
Al poco rato,
hizo reinar la calma; -Le diremos a papá, que Wiktor se fue de viaje, a visitar
parientes lejanos y lo cocinaremos en un guiso, así no quedará rastro –exclamó,
tras un breve momento de deliberación y una leve mirada a la tabla de cortar,
como si todo, estuviera ya preparado y planeado, incluso el cuchillo de
despiezar brillaba en la encimera...
Así pues, vi, cómo mi rollizo y sonriente padre, se
sentaba a la mesa, pude oler su colonia favorita, penetraba el ambiente de la
chocita. La esbelta figura de la canguro recientemente madre, se paseaba
trayendo más y más guiso, ¡Oh! lloré tanto al cocinarlo con ella, que no
necesitamos salar la salsa ni una gota.
Mi progenitor, cuanto más comía, más alegre estaba,
pobre… si supiera que mi hermano, escuálido y troceado, nadaba en aquel puchero,
no se alegraría tanto… Tiraba los huesitos al suelo de tablas crujientes, yo, que
me escondí de cuclillas entre los faldones del mantel de la mesa, los fui
cogiendo uno a uno; mi adorado pañuelito con flores bordadas, regalo de mi
abuela, fue la mortaja y bajo el enebro creé el sepulcro de mi pobre hermano;
al cual yo, el día antes, había faltado: riéndome de él por su desconocimiento
de estupideces leídas en libros ¡oh! Cuánto me arrepentía, cuántas ganas de
llorar.
El nudo de mi garganta me impedía respirar, sentía
un ahogo constante, salí a fuera, pensé, que el aire fresco me haría bien y
cuando me asomé por la pequeña puertecita, de la nada, un hermoso pajarillo,
semejante a un gorrión de colorines, me lanzó unos bellos zapatos rojos, muy
brillantes de charol, únicos y realmente maravillosos.
Me calcé, no pude resistir la tentación, ¡eran tan
bonitos! y mi tristeza desapareció, me sentía, como si me hubieran devuelto, al
pobre, rubio y de ojos azulados, y lánguida expresión, compañero de juegos. Entré
bailando y saltando de una pierna a otra a la pata coja.
Con gran emoción, detallé lo sucedido, y mostré el
presente, que el avecilla me ofreció. Mientras
tanto; mi madrastra, se acurrucaba al lado de la inmensa chimenea, sobre la que
ardía un puchero, tenía los ojos inyectados en sangre y se mordía las uñas con
nerviosismo, mientras se agarraba al suelo, como si el mundo girase vertiginoso.
Mi papi, tan curioso como era, tentado por mi relato,
declaró, que saldría a ver si el pajarillo también guardaba algún regalo para
él; ya que su trino se oía desde la casa y sonaba como si le esperara, agudizó
el canto, el ave como si hubiera oído aquello.
El hombre, nada más asomar sus poblados bigotes
rubios y crespos a la carretera de tierra, recibió en su cuello, una brillante
cadenita que, acarició con el cariño, con el que trataba a su hijo más pequeño,
lleno de nostalgia, volvió para convencer a su esposa, de que el aire le
convendría ya que parecía enferma y desquiciada y además probablemente, sería
el colmo de la alegría, que el ave tenga algún presente para obsequiarla como a
nosotros. Accedió, y despacio, con miedo y desconfianza, salió a la acera, sólo
recuerdo, un estruendo enorme, vi fuego y llamas, lamiendo las ropas de la
mujer, que yacía aplastada bajo una roca de molienda. Entre las nubes de humo y
lenguas de fuego, salió caminando tranquilamente, mi hermano, sano y salvo,
como si nada hubiera sucedido, mis lágrimas de alegría se desparramaron por las
mejillas, y salí corriendo a recibirle, cuando corría con los brazos
extendidos, un breve zarandeo me asustó.
Abrí los ojos, para mi sorpresa, yo pensaba que ya
los tenía abiertos, creedme es una sensación horrible, y ahí estaba mi hermano
y yo bañada en lágrimas; me abalancé sobre él y lo di muchos besos y abrazos. Mi
hermano, con la misma cara de incrédulo, recibió los abrazos, algo incómodo por
el momento y al final sonrió.
Ése día, nunca lo olvidaré, recuerdo perfectamente,
que volví a leer el cuento muchas veces, antes de que se quemara, junto con el
resto de mis posesiones, muchos veranos después, en un grave incendio. Pero, lo
que más recuerdo, es la sensación de recuperar al ser más querido del mundo, quise
volver a soñar con aquella casita de madera y ver la continuación de nuestros
días felices.
Pensé un momento en la sonrisa de felicidad de mi
padre rechoncho, y procuré que el recuerdo de la chocita, reviva en mi
interior, con el sonido del pajarillo
piando.
Una colleja; propinada con ganas, por las huesudas
manitas de Wiktor y me ha tirado las gafas, deslizándolas a la unta de mi
nariz; mi pequeño hermano mueve pieza, el ajedrez blanco y negro parece una
batalla campal, hemos causado estragos y para mi sorpresa yo, la entendida en
todo ¡perdí!
-¡ Sach mat! -Exclamó con orgullo y voz chillona,
por la emoción del momento, levantando la nariz respingona hasta casi la altura
de la mía, ¡Te gané! -sus ojos mostraban un fulgor azul muy intenso. -¡Ala!
¿Ahora qué? ¿Ya no te pavoneas gordi? rió jocosamente.
-Debo reconocer, por una vez en mi vida, que alguien
me había dado una lección.
Nunca le había visto reír de buena gana, desde sus
gafitas celestes. Sentí una sonrisa, observando tras la ventana, una silueta
voluminosa pasó fugazmente, llenándome de inquietud y paz a la vez.
Todos le felicitaban, y, por una vez, yo no era el
centro de atención, no sé si me gustaba aquello. Bajé la mirada, con una mezcla
de sentimientos de frustración y felicidad; retorcía la mullida alfombra con la
puntera de mi zapato rojo de charol,
extrañada los miré y sonreí (ésta vez sin alzar la nariz).
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